miércoles, 9 de abril de 2014

LECTURAS DE SEGUNDO PRIMARIA

Me gustaría tener

girafa
Me gustaría tener
algo difícil de creer,
algo que nunca, nunca,
o bueno... casi nunca
se puede ver.
Algo como...
un loro con reloj de oro.

Me gustaría tener
algo difícil de creer,
algo que nunca, nunca,
o bueno... casi nunca
se puede ver.
Algo como...
dos jirafas leyendo con gafas.

Me gustaría tener
algo difícil de creer,
algo que nunca, nunca,
o bueno... casi nunca
se puede ver.
Algo como...
cuatro ratones comprando pantalones.

Me gustaría tener
algo difícil de creer,
algo que nunca, nunca,
o bueno... casi nunca
se puede ver.
Algo como...
cinco pumas escribiendo con plumas.
Me gustaría tener
algo difícil de creer,
algo que nunca, nunca,
o bueno... casi nunca
se puede ver.
Algo como...
siete cocodrilos bordando con hilo.


Sirenas

sirenas
¿Has caminado alguna vez por la playa de noche? No es difícil imaginar oír voces murmurando en las olas o brazos humanos que chapotean en el agua.
Imagina lo que habrá sido ser marinero cuando no se conocía gran parte de la Tierra. Tu barco navega durante semanas y semanas sin ver tierra. De vez en cuando, ves sombras cerca de la playa o en el agua junto a ti. Puede ser un pez grande, ¿o será una criatura con brazos, mitad mujer y mitad pez?
Mucha gente que surcaba los mares ha contado historias de sirenas. Las sirenas atraían la atención peinando su largo cabello dorado y verde, o cantando canciones extrañas. La gente de mar debía tener cuidado con las sirenas porque podían llevarlos a la muerte, hundiéndolos en el mar.
Manati
¿Qué animales marinos pudieron hacer que la gente hablara de sirenas? Algunos navegantes pudieron haber visto sirenas en los manatíes. Estos mamíferos marinos tienen aletas delanteras que parecen brazos humanos, y las hembras tienen dos pechos, como las mujeres, y para amamantar a sus crías flotan con ellas, de espaldas en el mar. Cristóbal Colón, en su diario de navegación, anotó que había visto sirenas, como las que otros marineros habían visto en otros lugares.
Las focas al sol, sobre rocas, también pudieron parecer de lejos como figuras humanas.

Las piñatas mágicas

piñatas mágicas
Este era un alfarero, de ésos que hacen jarros y cazuelas de barro. Como ya se acercaba la Navidad decidió hacer ollas piñateras para las posadas.
Fue a su corral, ensilló su burrito y tomó camino rumbo al cerro para buscar la arcilla que necesitaba.
De pronto se soltó un aguacero y tuvo que refugiarse en una cueva. Allí se encontró una tierra tan fina como nunca la había visto.
El alfarero llenó sus costales con ella y regresó a su jacal cuando dejó de llover, sin saber que aquella cueva estaba encantada y que su tierra tenía la virtud de poder pensar.
Al día siguiente, muy de mañana, preparó el barro con la tierra mágica, modeló las ollas y las dejó secar. Al cabo de unos días las amontonó lejos del corral, a campo abierto, las cubrió con leña y les prendió fuego para que se cocieran.
Adormiladas por el calor, las ollas soñaban con su transformación: de ser un montón de fina arcilla, se estaban convirtiendo en ollas chulísimas.
Cuando se enfriaron, el alfarero las amarró muy fuerte y las cargó en la espalda con un mecapal para llevárselas a vender al mercado. Se sentía feliz. Eran las ollas más bonitas que había hecho en toda su vida.
Gordas, coloradas como inditas hermosas, esperaban pacientemente que algún comprador se las llevara.
Tendidas con cuidado en el suelo del mercado, contemplaban las cosas curiosas que pasaban. Para ellas todo era nuevo, apenas llevaban unos cuantos días de haber nacido.
Cuál sería su asombro al descubrir que otras ollas vestían con papeles de vivos colores, como de fiesta.
El papel las había convertido en barcos, tecolotes, borregos, rosas y muñecos con cabezas de cartón. ―Que lindas se ven―, pensaron y sintieron vergüenza al verse desnudas, mostrando el rojo barro de sus cuerpos. ¿Quién iba a querer comprarlas así?
De repente, se acercaron unos niños que casi jalaban a su mamá frente al puesto del alfarero:
―Estas ollas están buenas mamá ―dijeron los niños―. Éstas, éstas... ¿Cuánto valen?

―Tres pesos cada una –dijo el alfarero.
―¡Tres pesos!―, pensaron las ollitas, ―¿pero quién va a pagar tanto dinero por nosotras?― Ante su asombro, después de un breve regateo la señora compró tres ollas.
Las pobrecitas no cabían de gozo. Oyeron a los niños decir que iban a comprar cartoncillo y papel de China para vestirlas. ¿En qué las irían a convertir?



Pato va en bici

pato va en bici, rinconcitos
Un día, el Pato, al ver la bicicleta que un niño había dejado, tuvo una idea: ―Seguro que yo sabría andar en una bici―. Se acercó a ella, montó, y empezó a pedalear. Primero iba muy despacio, y se tambaleaba bastante, pero ¡era divertido!
El pato pasó en bici por delante de la Vaca y la saludó.
―¡Hola, Vaca! –dijo al Pato.
–Muuu –contestó la Vaca. Pero en realidad pensó: ―¿Un pato en una bici? ¡Jamás se ha visto!―
Luego pasó por delante de la Oveja.
–¡Hola, Oveja!– dijo el Pato.
–Beeee –contestó la Oveja. Pero en realidad pensó: ―Si no va con cuidado, se va a lastimar.―
El Pato cada vez manejaba mejor. Pasó por delante del Perro.
―¡Hola, Perro! –dijo el Pato.
–Guau –contestó el Perro. Pero en realidad pensó: ―¡Vaya travesura!―
Luego el Pato pasó por delante del Gato.
―¡Hola, Gato! ―dijo el Pato.
–Miau –contestó el Gato. Pero en realidad pensó: ―¡Qué manera de perder el tiempo!―
El Pato pedaleaba cada vez más rápido. Pasó por delante del Caballo.
¡Hola, Caballo! –dijo el Pato.
–Hiii –contestó el Caballo. Pero en realidad pensó: ―¡Todavía no eres tan rápido como yo!―
El Pato hizo sonar el timbre al acercarse a la Gallina.
―¡Hola, Gallina! –dijo el Pato.
–Coc, coc –contestó la Gallina. Pero en realidad pensó: ―¡Fíjate por dónde vas, Pato!―.
Luego el Pato encontró a la Cabra.
–¡Hola, Cabra! –dijo el Pato.
–Baaa– contestó la Cabra. Pero en realidad pensó: ―Me encantaría comerme esta bici.―
El pato pasó por delante de los Cerdos.
–¡Hola, Cerdos! –dijo el Pato.
–Oinc oinc –contestaron los Cerdos. Pero en realidad pensaron: ―Este Pato es un presumido―.
Luego el Pato pedaleó sin manos ante el Ratón.
―¡Hola, Ratón! –dijo el Pato.
–Yic yic –contestó el Ratón. Pero en realidad pensó: ―Me gustaría poder ir en bici como Pato.―
De pronto, llegó un grupo de niños y niñas en bicicleta. Venían tan de prisa que no vieron al Pato. Dejaron sus bicicletas cerca de la casa y entraron.
¡Había bicis para todos! Los animales iban y venían sin parar por el corral. ―¡Qué divertido!―, decían. ―¡Qué idea tan genial, pato!―.
Luego, dejaron las bicis en su sitio. Y nadie supo que esa tarde una vaca, una oveja, un perro, un gato, un caballo, una gallina, una cabra, dos cerdos, un ratón y un pato estuvieron montando en bici.


La abeja haragana

la abeja haragana, rinconcito
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar. Es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana.
Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir y así se la pasaba todo el día, mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia, para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida, tienen el lomo pelado porque han perdido los pelos de tanto rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole: –Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó: –¡Yo ando todo el día volando, y me canso mucho!
–No es cuestión de que te canses mucho –le respondieron– sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciendo así la dejaron pasar. Pero la abeja haragana no se corregía.
De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia dijeron: –Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida –¡Uno de estos días lo voy a hacer!

Antonio y la Hojita Viajera

Antonio y la hojita viajera lectura
Hace mucho tiempo, Antonio llegó a un pequeño país. Allí, el campo estaba cubierto de pasto fino. Había plantas de hojas grandes, flores perfumadas que asomaban a la luz, pájaros cantores y mariposas danzarinas.
La lluvia caía con delicadeza sobre las ciudades y los sembrados, formando hilitos de agua que corrían alegres hasta los arroyos.
Y cuando se despedía, dejaba en el cielo un arco iris de muchos colores.
¡Todo lucía bonito, perfecto!... Sólo que los pobladores de ese hermoso lugar parecían enojados; y los niños…tristes… ¡Casi nadie sonreía!
Antonio se preguntaba por qué, entre tanta belleza, la gente no era feliz. Y comenzó a investigar. Muy pronto, descubrió algo horrible. ¡Espantoso! Los niños de aquel país… ¡no tenían libros de cuentos!
Él sabía que todos los niños del mundo merecen escuchar historias emocionantes y divertidas. ¡Antonio necesitaba solucionar esa terrible falta! Claro que él no podía comprar tantos libros... no era rico, todo lo contrario: era escritor.
Entonces, se le ocurrió una idea. (Porque eso sí tienen los escritores: ideas.) Antonio decidió llenar una simple hoja de papel con cuentos, poemas, dibujos... ¡Y publicar muchas hojitas iguales, miles, y algunas mandarlas bien lejos!
Cada hoja debía ser tan liviana como una pluma que lleva el viento. ¡Así, la Hojita Viajera volaría a todos los rincones de aquel hermoso país!
Y como Antonio necesitaba ayuda parar cumplir con este sueño, fue a pedirla al Palacio de Gobierno.
Allí, contó cómo sería su Hojita Viajera, y hasta dibujó unos cuantos garabatos sobre el escritorio de un señor muy serio.
Explicó que la hojita costaría muy poco. Y que todos los niños tienen derecho a leer cuentos, hasta los que viven muy lejos o son muy pobres. Eso dijo Antonio.
Antonio sentía que todos sus sueños se estrellaban contra aquel gran escritorio…
Y de pronto, el señor serio se levantó de la silla... alzó su dedo índice... miró a los ojos del escritor... y dijo:
–¡Buena idea!
Antonio suspiró hondo. Y el señor serio mostró todos sus dientes en una gran sonrisa. ¡Sí! ¡Sabía sonreír!

l león que no sabía leer

El león que no sabía leer, lectura
El león no sabía escribir. Pero eso no le importaba porque podía rugir y mostrar sus dientes. Y no necesitaba más.
Un día, se encontró con una leona.
La leona leía un libro y era muy guapa. El león se acercó y quiso besarla. Pero se detuvo y pensó: ―Una leona que lee es una dama. Y a una dama se le escriben cartas antes de besarla.― Eso lo aprendió de un misionero que se había comido. Pero el león no sabía escribir.
Así que fue en busca del mono y le dijo: ―¡Escríbeme una carta para la leona!―
Al día siguiente, el león se encaminó a correos con la carta. Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono. Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.
El mono leyó: ―Queridísima amiga: ¿quiere trepar conmigo a los árboles? Tengo también plátanos. ¡Exquisitos! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Rompió la carta y bajó hasta el río.
Allí el hipopótamo le escribió una nueva carta.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos. Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo. Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:
―Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas! Saludos, León.―
―¡Noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Y esa tarde, le tocó el turno al escarabajo. El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos y pasó por delante de la jirafa.
―¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?―, quiso saber la jirafa.
―¡La carta! –dijo el león–. ¡Tiene perfume de escarabajo!― ―Ah –dijo la jirafa–, ¡me gustaría leerla!―
Y leyó la jirafa: ―Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo! –rugió el león– ¡Yo nunca escribiría algo así!―
―¿No lo has hecho?―, dijo la jirafa.
―¡No! ―rugió el león― ¡Noooooo! ¡No! Yo escribiría lo hermosa que es. Le escribiría lo mucho que me gustaría verla. Sencillamente, estar juntos. Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol. Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!―
Y el león se puso a rugir. Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.
Pero el león no sabía. Y, así, continuó rugiendo un rato.
―¿Por qué entonces no escribió usted mismo?―
El león se dio la vuelta: ―¿Quién quiere saberlo?― dijo.
―Yo― dijo la leona―.
Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente: ―Yo no he escrito porque no sé escribir.― La leona sonrió.
Si queremos decir algo, con nuestros propios sentimientos e ideas, tenemos que escribirlo nosotros mismos.

El caballito de siete colores.

El caballito de siete colores, rincón de lecturas de sallita
Hace tiempo había un rey y su esposa. Eran felices, porque sus tres hijas eran nobles de corazón.
Las princesas vivían con libertad, pues nadie les haría daño. Pero un día, cuando paseaban, fueron secuestradas por unos forasteros que pidieron dinero para devolverlas con vida.
Las tropas del rey no pudieron rescatarlas. Así que el rey puso letreros que decían:
EL CABALLERO QUE RESCATE A LAS PRINCESAS SE CASARÁ CON UNA DE ELLAS Y SERÁ PRÍNCIPE.
Aunque muchos jóvenes querían ser príncipes, nadie se atrevía a penetrar en el bosque.
Tres hermanos muy humildes decidieron salvarlas, pero los dos mayores pensaron que el pequeño sería un estorbo, y lo dejaron en casa.
El rey les preguntó: —¿Qué necesitan?
Los muchachos dijeron: —Una bolsa de oro.
El rey se las dio, y ellos partieron al bosque.
Luego llegó el pequeño; le pidió al rey un costal de pan y una soga, y corrió tras los mayores gritándoles:
—¡Hermanitos, espérenme y les doy pan!
Ellos aceleraban el paso, pero después de unos días vieron que el oro no les servía en el bosque, pues no había tiendas.
Para no morir de hambre, esperaron a su hermano y comieron de su pan. Luego, cuando el joven se durmió, le robaron el pan y continuaron su camino.
Pero él no se dio por vencido y los siguió.
El primero en llegar al pozo donde estaban las princesas fue el mayor. Pero no se atrevió a bajar. Tampoco el mediano.
Cuando el joven llegó lo convencieron, y lo bajaron con su soga. En el pozo había un hombre, pero el muchacho lo tomó por sorpresa y le pegó en la cabeza.
Amarró por la cintura a las princesas, y sus hermanos las fueron subiendo. Pero en lugar de sacar al pequeño, tiraron la soga al pozo.
Cuando vio a sus hijas, el rey se puso tan contento que decidió casar a los hermanos con dos de las princesas.
La más pequeña quiso explicarle lo que había sucedido, pero el rey, con la emoción, ni la escuchaba.
Mientras tanto, en el pozo el joven lloraba. De repente se le apareció un caballito de siete colores que le ordenó:
—Arranca un pelo de cada color y te concederé siete deseos.
El joven tomó un pelo naranja y dijo: —¡Sácame de aquí!
Tomó el pelo azul y dijo: —¡Dame de comer!
Tomó el pelo amarillo y dijo: —¡Llévame al palacio!
Sus hermanos, temiendo que el rey se disgustara con ellos, ordenaron que no lo dejaran entrar. Entonces el muchacho tomó el pelo verde y dijo:
—¡Conviérteme en negrito!
Así pudo entrar, habló con la jovencita, y ella le contó todo a su padre, quien decidió encarcelar a los hermanos mayores. Pero el joven no quería lastimar a sus hermanos. Tomó el pelo morado y dijo:
—¡Caballito de siete colores, regrésame a como era!
Tomó el pelo rojo y dijo:
—¡Que el rey perdone a mis hermanos!
Por último tomó el pelo rosa y dijo:
—¡Que el rey deje que mis hermanos y yo nos casemos con las princesas!
¿Te gusta? El hermano menor era valiente, tenaz y de muy nobles sentimientos. Debemos ser como él.

El zorro y el caballo

El zorro y el caballo, rincón de lecturas de sallita
Un campesino tenía una vez un caballo fiel, pero que se había vuelto viejo y ya no podía trabajar, por lo que su amo le escatimaba la comida. Al fin le dijo:
–Ya no puedo utilizarte, aunque todavía te tengo cariño; si me demostraras que tienes fuerza suficiente para traer un león hasta nuestra casa, te mantendría hasta el fin de tus días. Pero ahora vete de mi establo.
Y le abrió la puerta, dejándolo en medio del campo.
El pobre caballo estaba muy triste, y buscó en el bosque un cobijo donde resguardarse del viento y la lluvia. Pasó por allí un zorro, que le dijo:
–¿Por qué bajas la cabeza y vagas por el bosque?
–¡Ay de mí –contestó el caballo–. La avaricia y la honradez no pueden vivir juntas. Mi amo se olvida de todos los servicios que le he prestado durante largos años, y como ya no puedo trabajar, no quiere mantenerme y me ha echado de su establo.
–¿Sin ninguna consideración? –preguntó el zorro.
–El único consuelo que me ha dado ha sido decirme que si yo tuviese fuerza bastante para llevarle hasta casa un león, me guardaría y me mantendría; pero bien sabe él que esta hazaña no la puedo hacer.
Dijo el zorro:
–Te quiero ayudar. Échate aquí y estira las patas como si estuvieras muerto.
El caballo hizo lo que el otro le dijo, y el zorro se fue en busca del león a contarle:
–En el bosque hay un caballo muerto. Ven conmigo y verás qué rico bocado.
El león le siguió y, cuando hubieron encontrado al caballo, el zorro le dijo:
–Aquí no podrás comértelo cómodamente. Yo te diré lo que tienes que hacer. Te ataré al caballo y así podrás llevártelo a tu guarida y comértelo a placer.
El plan agradó al león, que se colocó muy quieto cerca del caballo, mientras el zorro le ataba a ál. Ataba el zorro las cuatro patas del león con la cola del caballo, tan juntas y tan prietas y con unos nudos tan fuertes, que a la fiera le era imposible moverse. Cuando acabó su trabajo, dio una patada en el lomo del caballo y dijo:
–¡Vamos, amiguito! ¡Adelante!
Entonces el caballo se alzó y echó a correr, arrastrando al león tras de sí. Enfurecido el león, rugía tan fuerte que todos los pájaros del bosque se aterrorizaron y echaron a volar. Pero el caballo le dejó rugir y no se detuvo hasta estar ante la puerta de su amo.
Cuando el amo le vio llegar con el león prisionero, se entusiasmó y le dijo:
–Ahora te quedarás conmigo por todos los días de tu vida.
Y le alimentó, hasta que el caballo murió.


¿Dónde está mi tesoro?

¿Dónde está mi tesoro?, rincón de lecturas de sallita
Cada uno de nosotros tiene un tesoro que cuidar. ¡Los invito a que escuchen el siguiente cuento y descubran cuál es el tesoro del Pirata Brutus!

Un día, el pirata Brutus despertó de la siesta.
—Tengo ganas de jugar con mi tesoro –exclamó.
Tantas ganas tenía que se puso el sombrero al revés y saltó de la hamaca. Fue derechito a buscar su tesoro, pero no lo encontró.
Así que Brutus subió a su barco pirata y navegó alrededor de la isla.
Luego se acercó a una orilla y se bajó. Justo ahí, medio escondido en la arena, había un cofre chiquitito.
Lo abrió de un soplido. Dentro encontró un montón de caramelos y unas monedas de chocolate.
—¡Éste no es mi tesoro! —protestó Brutus.
Y siguió caminando. Dio la vuelta a una palmera. Entonces, de la rama más alta cayó un cofre bastante grande.
Brutus lo abrió con uno de esos gritos de pirata que destapan lo que sea. Metió la mano y sacó cocos de oro y plátanos de plata.
—¡Tampoco es el tesoro que busco! —gruñó malhumorado.
Así que Brutus emprendió viaje nuevamente, cruzó la selva varias veces porque se perdió, aunque era muy orgulloso y no lo quiso reconocer, hasta que, de repente, tropezó con un loro parlanchín que le recitó:
—¿Qué es una cosa que empieza con T y rima conmigo?
El pirata no podía perder el tiempo en adivinanzas, por eso, acertó a la primera y el loro tuvo que entregar el premio.
Un cofre enorme.
Brutus abrió el tesoro de un cabezazo y dentro vio las estrellas, la Luna y un cubito de hielo para el chichón.
—¡Este tesoro ni lo conozco! —se impacientó.
Así que se alejó corriendo, trepó a una montaña de caracoles y algas hasta que alcanzó la cima. Ahí, debajo de una piedra, descubrió un cofre gigante.
Brutus lo abrió de una patada; con la pata de palo, claro.
Dentro estaba nada más y nada menos que el Sol, y de un rayo luminoso colgaba una etiqueta que decía: ―"Señor pirata Brutus, éste es el tesoro más inmenso que existe, no va a encontrar uno mejor."
—¡No me interesa! —chilló el pirata— ¡Cuando digo mi tesoro, es mi tesoro! ¡Quierooooo miiii tesoroooo!
Tantas ganas tenía de jugar con su tesoro que se enfureció, y la isla tembló.
Los peces perdieron algunas escamas. Las olas creyeron que era la hora de la tormenta.
Hasta el sombrero que tenía puesto al revés, salió volando.
Al final, un lagrimón le resbaló por la mejilla. Tan triste se puso que casi inundó el mismísimo mar. Pero en eso...
—¡Hola papá! –saludó la piratita Brutilda, desde la playa.
—¡Tesoro mío! –se alegró Brutus– Te estaba buscando...
Y los dos pasaron una tarde de lo más divertida, jugando a los indios.

Ahora ya sabemos cuál es el tesoro del pirata Brutus. Ustedes ¿tienen un tesoro parecido? Y, por cierto, ¿quién sabe qué es lo que empieza con T y rima con loro?


Cosas que pasan

Cosas que pasan, rincón de lecturas de sallita
Si tuviera el pelo lacio, sería más linda... Pero no.
Si tuviera un caballo, iría a la escuela a galope... Pero no.
Quisiera cantar como ese pájaro...
Ser fuerte como ese árbol...
¡Y más alta! Y con ojos verdes. ¡Pero NO!
Sin embargo, ayer me pasó algo único. Apareció un genio y me dijo:
—¡Hola! y, ¡Felicidades!
–¡Como eres la persona que más deseos ha pedido este mes, me han mandado a cumplirte uno!
—¿Uno?... ¿Y si me olvido de pensar en algo? ¿Y si después me arrepiento y quiero otra cosa? ¿Y si ahora justo me atonto y no se me ocurre nada bueno? ¿Y si me doy cuenta más tarde de que no pedí lo que más quería? ¡Ay, qué difícil!
¿Te falta mucho todavía, niña? –preguntó el genio.
—¡Ya sé! ¡Quiero TODO!
—¿Todo? –dijo el genio– No lo conozco. A ver... tarea, trapecio, triciclo, tobogán, ¿topo?, no; trompo, tampoco...
—¿Y? –pregunté yo, mientras me comía las uñas.
—Mira, niña –dijo por fin–, ese deseo tuyo no está en el catálogo, y no puedo esperar más a que pienses otro. Te doy lo que tengo a mano: ¡un conejo gris! ¡Adiós!
—¡¿Un conejo?!

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