lunes, 21 de abril de 2014

LECTURAS CUARTO PRIMARIA

LA FLOR MÁS BONITA

   Se cuenta que allá para el año 250 A.C., en la China antigua, un príncipe de la región norte del país estaba por ser coronado emperador, pero de acuerdo con la ley, él debía casarse. Sabiendo esto, él decidió hacer una competencia entre las muchachas de la corte para ver quién sería digna de su propuesta. Al día siguiente, el príncipe anunció que recibiría en una celebración especial a todas las pretendientes y lanzaría un desafío.
   Una anciana que servía en el palacio hacía muchos años, escuchó los comentarios sobre los preparativos. Sintió una leve tristeza porque sabía que su joven hija tenía un sentimiento profundo de amor por el príncipe. Al llegar a la casa y contar los hechos a la joven, se asombró al saber que ella quería ir a la celebración. Sin poder creerlo le preguntó:
"¿Hija mía, que vas a hacer allá? Todas las muchachas más bellas y ricas de la corte estarán allí. Sácate esa idea insensata de la cabeza. Sé que debes estar sufriendo, pero no hagas que el sufrimiento se vuelva locura" Y la hija respondió:
"No, querida madre, no estoy sufriendo y tampoco estoy loca. Yo sé que jamás seré escogida, pero es mi oportunidad de estar por lo menos por algunos momentos cerca del príncipe. Esto me hará feliz" Por la noche la joven llegó al palacio. Allí estaban todas las muchachas más bellas, con las más bellas ropas, con las más bellas joyas y con las más determinadas intenciones.
Entonces, finalmente, el príncipe anunció el desafío: "Daré a cada una de ustedes una semilla. Aquella que me traiga la flor más bella dentro de seis meses será escogida por mí, esposa y futura emperatriz de China" La propuesta del príncipe seguía las tradiciones de aquel pueblo, que valoraba mucho la especialidad de cultivar algo, sean: costumbres, amistades, relaciones, etc. El tiempo pasó y la dulce joven, como no tenía mucha habilidad en las artes de la jardinería, cuidaba con mucha paciencia y ternura de su semilla, pues sabía que si la belleza de la flor surgía como su amor, no tendría que preocuparse con el resultado.
 Pasaron tres meses y nada brotó. La joven intentó todos los métodos que conocía pero nada había nacido. Día tras día veía más lejos su sueño, pero su amor era más profundo. Por fin, pasaron los seis meses y nada había brotado. Consciente de su esfuerzo y dedicación la muchacha le comunicó a su madre que sin importar las circunstancias ella regresaría al palacio en la fecha y hora acordadas sólo para estar cerca del príncipe por unos momentos.
   En la hora señalada estaba allí, con su vaso vacío. Todas las otras pretendientes tenían una flor, cada una más bella que la otra, de las más variadas formas y colores. Ella estaba admirada. Nunca había visto una escena tan bella. Finalmente, llegó el momento esperado y el príncipe observó a cada una de las pretendientes con mucho cuidado y atención. Después de pasar por todas, una a una, anunció su resultado: Aquella bella joven con su vaso vacío sería su futura esposa. Todos los presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Nadie entendía por qué él había escogido justamente a aquella que no había cultivado nada. Entonces, con calma el príncipe explicó:
 "Ella fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de convertirse en emperatriz: la flor de la honestidad. Todas las semillas que entregué eran estériles.”





                                                                   SABIDURÍA

      En la antigua Grecia (469 - 399 AC), Sócrates era un maestro
      reconocido por su sabiduría. Un día, el gran filósofo se
      encontró con un conocido, que le dijo muy excitado:
      "Sócrates, ¿sabes lo que acabo de oír de uno de tus alumnos?"
      "Un momento" respondió Sócrates. "Antes de decirme nada me
      gustaría que pasaras una pequeña prueba. Se llama la prueba del
      triple filtro".
      "¿Triple filtro?"
      "Eso es", continuó Sócrates. "Antes de contarme lo que sea
      sobre mi alumno, es una buena idea pensarlo un poco y filtrar lo
      que vayas a decirme. El primer filtro es el de la Verdad. ¿Estás
      completamente seguro que lo que vas a decirme es cierto?"
      "No, me acabo de enterar y..."
       "Bien", dijo Sócrates. "Conque no sabes si es cierto lo que quieres
      contarme. Veamos el segundo filtro, que es el de la Bondad."
      "¿Quieres contarme algo bueno de mi alumno?"
      "No. Todo lo contrario..."
      "Con que" le interrumpió Sócrates, "quieres contarme algo
      malo de él, que no sabes siquiera si es cierto. Aún puedes pasar
      la  prueba, pues queda un tercer filtro: el filtro de la Utilidad.
      ¿Me va a ser útil esto que me quieres contar de mi alumno?"
      "No. No mucho"
       "Por lo tanto" concluyó Sócrates, "si lo que quieres contarme
      puede no ser cierto, no es bueno, ni es útil, ¿para qué contarlo?"
      Esto explica el por qué de la grandeza de Sócrates, y por qué se
      le tenía en tanta estima.


La Lección de la Mariposa           



Un día un hombre encontró un capullo de mariposa y observó que en el había un pequeño orificio. Se sentó y se entretuvo en observar mientras la mariposa luchaba durante varias horas para forzar su cuerpo tratando de pasar a través de agujero.

Pasó un largo rato observando los esfuerzos de la mariposa por salir al exterior, pero parecía que no hacía ningún progreso, como si hubiera llegado a un punto donde no podía continuar.

Apiadado, el hombre decidió ayudar a la mariposa, tomó las tijeras y cortó el resto del capullo. La mariposa salió fácilmente, pero tenía el cuerpo hinchado y las alas pequeñas y arrugadas.

El hombre continuó mirando porque esperada que en cualquier momento las alas se extenderían para poder soportar el cuerpo que, a su vez, debería deshincharse. Pero nada de esto ocurrió. Por el contrario, la mariposa pasó el resto de su vida con el cuerpo hinchado y una alas encogidas... ¡nunca pudo volar!

Lo que aquel hombre, con su amabilidad y apuro, no llegó a comprender es que el capullo restrictivo y la lucha necesaria para que la mariposa pudiera salir por el diminuto agujero, era la manera que utilizaba la Naturaleza para enviar fluido del cuerpo de la mariposa hacia sus alas de modo que estuviera lista para volar tan pronto obtuviera la libertad del capullo.

A veces el esfuerzo es exactamente lo que necesitamos en nuestras vidas. Si DIOS nos permitiera pasar nuestra vida sin ningún obstáculo, nos paralizaríamos, no seríamos ta fuertes como podríamos ser y no podríamos volar!


YO PEDÍ FUERZA...
Y ENCONTRÉ  DIFICULTADES PARA HACERME FUERTE.

YO PEDÍ SABIDURÍA...
Y TUVE PROBLEMAS PARA SOLUCIONAR.

YO PEDÍ PROSPERIDAD...
PERO SOLO TUVE CEREBRO Y FUERZA PARA TRABAJAR.

YO PEDÍ CORAJE...
Y ENCONTRÉ  PELIGRO PARA VENCER.

YO PEDÍ AMOR...
Y VI GENTE QUEBRANTADA A QUIEN AYUDAR.

YO PEDÍ FAVORES...
Y ENCONTRÉ OPORTUNIDADES.

NO RECIBÍ NADA DE LO QUE QUERÍA...
¡RECIBÍ TODO LO QUE NECESITABA!

Aprendiendo a montar



Yo era realmente un niño muy estudioso. Sólo los domingos y festivos jugaba con mis hermanos y paseaba. El resto de los días los dedicaba al estudio.
Una mañana, mi padre anunció:
—Los mayores ya están en edad de aprender a montar a caballo.
—¿Me dejarás aprender a mí también? —pregunté.
—No. Tú aún eres muy pequeño.
Con lágrimas en los ojos insistí en que me enseñaran a montar.
—Está bien —accedió mi padre—. Pero cuídate de no llorar cuando te caigas. El que no se cae no aprende a cabalgar jamás.
Fue un miércoles cuando nos llevaron al picadero. Entré con mis hermanos en un zaguán y luego pasamos a un enorme cobertizo, en el que había un amplio lugar con el suelo cubierto de arena. Diversos jinetes, entre ellos algunas señoras y varios niños, montaban a caballo. La luz era escasa; se escuchaban voces dando órdenes, chasquidos de látigos y el golpeteo de los cascos de las cabalgaduras. Olía a sudor de caballo. Yo tenía susto y al comienzo podía ver muy poco. El empleado que nos acompañaba llamó al instructor.
—Estos jóvenes vienen para aprender a montar —le explicó.
El hombre hizo un gesto de asentimiento. Sin embargo, después de mirarme, vaciló.
—Este niño es muy chico. Tiene que esperar unos años...
—Prometió que no va a llorar si se cae.
—¿Seguro? —El hombre se rió.
Pronto trajeron los caballos ensillados y bajamos al picadero, el instructor sujetaba las bridas de los caballos de mis hermanos y los hacía dar vueltas en torno de él; primero a paso lento, en seguida trotando. Por fin acercaron a Chervonchick, un alazán pequeñito, de cola cortada.
—Listo, caballerito, siéntese —me invitó el encargado.
Una mezcla de alegría y temor me llenaba, pero hice un esfuerzo para que no se dieran cuenta y traté de meter los pies en los estribos. Como no lo conseguí, el hombre me tomó en brazos y me colocó sobre la montura. Al comienzo me mantuvo cogido de la mano; luego yo le pedí que me soltara, ya que eso no lo había hecho con mis hermanos mayores.
—¿No le da miedo? —indagó él, sin dejar de sonreír. Como le aseguré que no, aunque estaba muy asustado, me soltó la mano, recomendándome—: Tenga cuidado. No se vaya a caer.
Chervonchick caminó al paso. Yo pude mantenerme derecho, a pesar de que la silla era resbaladiza.
—¿Se sostiene sin problemas?
—Sí, sin ningún problema.
—Entonces puede ir al trote —continuó el instructor, y emitió un chasquido con la lengua.
De inmediato, mi caballo inició un trotecillo que me hacía saltar. Pero no dije nada; sólo me preocupaba no ladearme.
—¡Muy bien! —me elogió, contento, y se puso a hablar con otro hombre.
A partir de ese momento, dejó de estar pendiente de mí, y yo comprobé que me iba inclinando poco a poco hacia un costado. Por vergüenza no pedí ayuda, pero no conseguí volver a colocarme en el centro de la montura. Entre tanto, Chervonchick seguía trotando, totalmente ajeno a mi angustia, mientras el instructor proseguía su conversación. Sin mirarme comentó:
—Es valiente ese chiquillo.
De repente me incliné tanto que me aterré, pero la vergüenza era mayor que mi miedo y no grité. Entonces tuve la sensación de que el caballo se estremecía, e irremediablemente fui a parar al suelo.
Un instante después, el instructor volvió la cabeza casualmente:
—¡Bah, el caballerito se cayó! —dijo; pero al ver que no me había hecho daño, se puso a reír, y agregó—: ¡Los niños tienen la piel resistente!
Yo estaba a punto de estallar en llanto; sin embargo, me dominé y pedí montar de nuevo. Desde ese momento, ya no volví a caerme, y no temí más a nada.

Dos amigos que se van



Casi al mismo tiempo llegaron al fin de sus vidas Bolita y Milton. El cosaco no entendió que Milton era un perro de caza, rastreador, especial para la caza de aves y especies pequeñas, y lo llevó a cazar jabalíes. Un jabalí lo atacó y le dio muerte.
Por su lado, Bolita vivió muy poco más después de librarse de la matanza de perros en Piatigorsk. Después de ese angustioso episodio se puso muy triste y principió a lamer cuanto se hallaba a su paso. A mí me lamía las manos, pero en una forma distinta a la de siempre; no precisamente como una caricia. Hacía presión con la lengua, y me mordía, aunque se notaba que no quería atacarme. Yo retiraba mi mano y entonces él lamía mis botas, o la pata de una silla o de una mesa, y también las mordisqueaba. Esta extraña conducta duró dos días; después Bolita desapareció, se hizo humo.
Era imposible pensar que a un perro como éste lo robaran, y más difícil aún resultaba imaginar que me había abandonado. Entonces caí en la cuenta de que hacía exactamente seis semanas que lo había mordido el lobo y comprendí que Bolita estaba contagiado por la rabia.
Los animales que contraen esta enfermedad sufren contracciones convulsivas y dolorosas en la garganta, y tienen sed, pero no pueden tomar agua porque las contracciones aumentan. Agobiados por los dolores y la sed, enloquecen y muerden.
Recorrí los alrededores buscando a Bolita, pero no logré hallarlo ni obtener noticia alguna sobre su paradero. Si hubiera andado por distintos lados mordiendo a la gente, como es usual en los perros rabiosos, se habría sabido.
"Lo más probable es que haya muerto en el bosque", pensé. Entre los cazadores se dice que cuando un perro inteligente es atacado por la rabia, huye al campo o se interna en los bosques, para revolcarse en las hierbas bañadas por el rocío y hallar las plantas que puedan sanarlo. Bolita no logró sanar porque jamás regresó a la finca.

Mi perro Bolita



Mi perro se llamaba Bolita. Era un dogo negro, con las patas delanteras blancas. Una característica de los dogos es tener la mandíbula inferior más prominente que la superior y, en consecuencia, los dientes de abajo quedan montados sobre los de arriba. Bolita tenía este rasgo tan acentuado que, entre sus dos hileras de dientes, cabía más de un dedo. Sus colmillos sobresalían de su ancho hocico, y sus ojos muy grandes relampagueaban. Era muy luerte, pero afortunadamente no mordía, ya que cuando se agarraba de algo con los dientes, las mandíbulas se le trababan y era imposible desprenderlo.
Recuerdo que en una oportunidad lo azuzaron en contra de un oso, al que cogió por una oreja, y se quedó allí, aferrado como una sanguijuela. El oso lo zarandeó sin lograr zafarse. Desesperado se tiró al suelo, tratando de aplastarlo, pero Bolita no le soltó la oreja. Para que lo hiciera tuvieron que lanzarle baldes de agua fría.
Yo lo recibí cuando era un cachorrito y siempre lo cuidé personalmente. Sin embargo, no quería llevármelo al Cáucaso, así es que lo hice encerrar y me fui sigilosamente.
Cuando llegué a la primera estación, donde tenía que cambiar de carruaje, observé avanzar por la carretera un bulto negro y brillante. Era mi perro Bolita que venía a galope tendido, y apenas me descubrió se me lanzó encima, lamiéndome las manos. Temblaba, respirando fatigado, casi sin aliento.
Más tarde supe que Bolita había roto los vidrios de una ventana y saltado desde allí para seguirme. Me encontró después de recorrer veinticinco kilómetros, desafiando un calor sofocante.

La tortuga



En una ocasión en que fuimos de caza con Milton, al llegar al bosque él irguió las orejas y la cola y principió a olfatear. Me imaginé que había encontrado el rastro de una liebre o un faisán y alisté mi escopeta. Pero lo raro fue que Milton no entró en el bosque y continuó por el campo abierto. Lo seguí con bastante curiosidad. De repente vi que una tortuga avanzaba todo lo rápido que se lo permitían sus patas cortas. Alargaba el cuello, y la pequeña cabeza se asemejaba al badajo de una campanilla.
Apenas percibió la presencia del perro, se hundió en la hierba, recogiendo la cabeza y las patas dentro del caparazón. Milton la encontró de inmediato y comenzó a mordisquearla, irritándose al descubrir que sus dientes no lograban traspasarla. En efecto, era imposible que lo hiciera, ya que las tortugas están provistas de una coraza como las armaduras de los caballeros medievales, que también les protege el pecho. Esta coraza tiene orificios por los que sacan la cabeza y las extremidades.
Arrebaté la tortuga del hocico de Milton y admiré los dibujos de su caparazón. También observé por una de las ranuras, y la vi latiendo en el interior de su coraza. Después la deposité sobre la hierba y continué mi caminata. Sin embargo, Milton se negó a abandonarla allí y me siguió llevándola bien sujeta entre sus mandíbulas.
Así avanzamos un trecho. De repente Milton soltó su presa, aullando. Lo examiné y comprendí que la tortuga había sacado una de sus patas, dentro del hocico de mi perro, arañándole la lengua. Milton ladraba furioso, pero volvió a agarrar a la tortuga y, aunque le ordené soltarla e intenté quitársela a la fuerza, fue inútil. Poco más adelante, mi perro cavó un hoyo y sólo entonces soltó la tortuga, tirándola dentro del agujero que cubrió rápidamente con tierra.
Hay tortugas que habitan en la tierra y otras en el agua. Ellas procrean poniendo huevos que no incuban; los huevos se abren solos, como en el caso de los peces. Su tamaño es muy variable, ya que hay tortuguitas muy pequeñas, como miniaturas; otras, las más corrientes, del tamaño de un plato, y también algunas extremadamente grandes, que viven en los mares y pesan sobre doscientos kilos.
El caparazón de la tortuga equivale a sus costillas. En consecuencia, mientras el resto de los animales tiene las costillas debajo de la carne, ella las tienen encima, formando su coraza protectora. En la primavera, las tortugas ponen sus huevos y cada una produce centenares.

Bolita y el lobo



Partí al Cáucaso en tiempos en que aún había guerra y era muy peligroso viajar sin una escolta, especialmente de noche. Considerando esto, decidí no acostarme y partir en cuanto amaneciera.
Un amigo vino a acompañarme. Cuando comenzó a anochecer nos sentamos a la puerta de mi casa, en aquella aldea cosaca. Una leve neblina velaba la luz potente de la luna, pero aun así era una noche muy clara. Recuerdo que la atmósfera se hallaba impregnada de una gran calma, que bruscamente se rompió con unos chilllidos agudos.
—Un lobo debe estar degollando a un lechoncito —dijo mi amigo.
Rápidamente entré en la casa, cogí mi escopeta y corrí hacia los corrales. Milton me siguió, tal vez creyendo que íbamos a cazar, y Bolita lo imitó, enderezando las orejas, inquieto. Algunas personas que también habían acudido al lugar, gritaron, y entonces vi al animal que se precipitaba directamente hacia mí. Preparé mi escopeta y, en el instante en que el lobo saltó la valla, le disparé. Era imposible errar el tiro, pero inexplicablemente algo obstruyó el mecanismo y la bala no salió. Así fue como el lobo escapó calle abajo, perseguido por Milton y Bolita.
En breves momentos, Milton estuvo a punto de atraparlo. Sin embargo, dio la sensación de no atreverse a hacerlo, y Bolita, con sus patas cortas, no lograba darle alcance.
Yo seguí corriendo junto a mi amigo y a otros hombres hasta que perdimos de vista al lobo y a los perros. Sólo al llegar a un extremo de la aldea los escuchamos ladrar. Nos acercamos a la zanja desde donde provenían los ladridos. En medio de la neblina vimos a Bolita y a Milton envueltos en una nube de polvo, peleando con el lobo. No obstante, al aproximarnos más, descubrimos que súbitamente el lobo había desaparecido. Los perros avanzaron hacia mí, gruñendo, con las colas erizadas, y Bolita no cesaba de empujarme, como si necesitara comunicarme algo.
Al regresar, examiné cuidadosamente a mis perros, y comprobé que el lobo había mordido a Bolita en la cabeza. Aunque la herida era pequeña, pensé que si no se hubiera atascado sin ninguna causa mi escopeta, esa fiera ya no podría hacer más daño. Por su parte, mi amigo no se explicaba cómo pudo entrar el lobo en el corral.
—Es que no era un lobo —dijo el viejo cosaco que nos había acompañado hasta la casa.
—¿Y qué era? —averigüé.
—Una bruja —fue la respuesta—. Una bruja que hechizó su escopeta.
Lo miramos atónitos, indecisos entre reírnos o escucharlo con seriedad. Pero, en ese preciso momento, los perros se precipitaron hacia afuera, y allí, en medio de la calle, apareció el lobo. Al oír nuestras voces, escapó.
—¿Se convencen ahora de que es una bruja? —preguntó el cosaco—. ¡Jamás un lobo ha vuelto a un lugar donde acaban de perseguirlo los hombres!
Eso era cierto, y me asaltó la inquietud de que el lobo pudiera tener la rabia. Por precaución quemé la herida de Bolita con un poco de pólvora que inflamé. Así quemaba la saliva del lobo, si es que aún no penetraba en la sangre de mi perro. Si esto ya había ocurrido, Bolita no tendría remedio.
A pesar del temor que este solo pensamiento me causaba, era más lógico creer que el maléfico animal era un lobo rabioso y no una bruja.


El Jabalí

Un día de diciembre, en el Cáucaso, organizamos una cacería de jabalíes, y Bolita me siguió.
Los bosques del Cáucaso están llenos de frutas exquisitas: piñas, uvas silvestres, manzanas, peras, moras y bellotas. Con las primeras heladas, estas frutas, ya maduras, caen, y los cerdos y los jabalíes se alimentan con ellas, poniéndose exageradamente gordos. Esto hace que se cansen pronto cuando los perros los persiguen, y al cabo de una o dos horas de persecución se detienen, refugiándose en la espesura de los bosques. Por el ladrido de la jauría los cazadores saben si el jabalí se ha escondido o corre aún ya que, cuando se detienen, los perros dejan de gruñir y aúllan largamente.
Aquella mañana, yo aún no había conseguido enfrentar a un jabalí, cuando escuché los aullidos característicos. Corrí hacia el lugar de donde éstos provenían, y a medida que me iba aproximando comencé a oír chasquidos de ramas y luego ladridos. Entonces comprendí que la jauría tenía cercado a un jabalí, pero no se atrevía a atacarlo. De pronto, un ruido a mi espalda me hizo volver la cabeza, e inesperadamente descubrí a Bolita.
Sin duda había perdido de vista a los perros y ahora los oía ladrar. Bolita avanzaba por una pradera cubierta de hierba tan alta, que sólo permitía ver su negra cabeza y los dientes blancos, por entre los que asomaba su lengua. Lo llamé repetidamente, pero parecía sordo a mis gritos, y fue adentrándose en el bosque. Fui tras él. Las ramas me arañaban el rostro y las espinas de los ciruelos silvestres me rompían la ropa. Los ladridos aumentaron, y escuché al jabalí gruñendo, jadeante.
"Bolita lo está atacando", pensé, y apuré mi carrera.
Sólo me detuve al divisar al jabalí acosado por un perro de caza, y a Bolita que lanzaba penetrantes aullidos. Apenas alcanzaron a pasar unos segundos y el jabalí se lanzó encima del perro de caza. Éste saltó hacia atrás, temeroso, y yo disparé sobre la cabeza del jabalí que, por fin, quedaba a mi alcance. Di en el blanco y la fiera penetró en la espesura, gruñendo de dolor y furia. La jauría iba tras él, y yo siguiéndoles, hasta que tropecé con Bolita, que se hallaba echado sobre su costado izquierdo, inmóvil, gimiendo apenas, encima de un charco de sangre.
"Está muriéndose", pensé. Avancé unos pasos más, y vi al jabalí, atacado por la jauría, revolviéndose de un lado a otro. Bruscamente embistió contra mí y, por segunda vez, yo le disparé. La bestia giró, vacilante, gruñendo aún, y finalmente se desplomó.
Al acercarme, el cuerpo del jabalí palpitaba todavía. Yo busqué con los ojos a Bolita, que venía a mi encuentro, arrastrándose con dificultad. Su vientre estaba abierto, y los intestinos se le habían salido. Con mis compañeros se los volvimos a su lugar y cosimos la herida. Bolita soportaba el dolor y nos lamía las manos.
Después amarramos al jabalí a un caballo, y pusimos a mi perro encima. Así lo llevamos, agonizante, a la casa. Sin embargo, seis semanas más tarde, Bolita volvió a animarse y mejoró.

Otra aventura de Bolita


Cuando me marché de la pequeña aldea de cosacos, me dirigí a Piatigorsk en vez de ir directamente a Rusia. Antes de emprender el viaje, regalé a Milton a un amigo cosaco que era cazador y me llevé a Bolita.
Piatigorsk está emplazada en una montaña llamada Beshtau, donde hay manantiales de agua sulfurosa y caliente, casi a punto de ebullición. Por sobre estos manantiales se eleva un permanente vapor, semejante al que emana de los samovares, y la ciudad se levanta pintoresca y alegre.
Por la montaña, cubierta de bosques, corren múltiples arroyuelos, y abajo se extiende el río Pockumok. Muchas personas se someten a tratamientos con el agua de los manantiales, junto a los cuales hay comedores al aire libre protegidos por toldos multicolores y amplios jardines.
Diariamente se escucha música, en tanto que la gente toma sus baños o pasea por los senderos bordeados de flores, mientras en la lejanía se alzan los picachos de los montes caucásicos con sus nieves que jamás se derriten.
Yo me alojé en una casita de una finca que quedaba a los pies de la montaña. Al otro lado de las ventanas se extendía un jardín donde los dueños mantenían sus abejas. Estas abejas no se hallaban en colmenas sino en redondos canastillos y eran increíblemente pacíficas. En las mañanas, yo caminaba entre ellas, acompañado por Bolita, que las escuchaba zumbar y las olía con mucho cuidado, sin molestarlas.
Pero un día en que tomaba un café en el jardín, mi perro comenzó a rascarse y a sacudir su collar repetidamente. El ruido que hacía el collar inquietaba a las abejas, así es que decidí sacárselo. No habían pasado ni cinco minutos cuando oímos aullidos, ladridos y gritos de hombres que se acercaban. Bolita no se rascó más y permaneció a mi lado. Luego sus orejas se alzaron, rechinaron sus dientes y, como movido por un resorte, se levantó y empezó a gruñir. El alboroto se iba aproximando cada vez más. Fui hacia la verja para ver qué ocurría. La dueña de casa salió desde el interior e hizo lo mismo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Son los condenados a trabajos forzados —contestó ella—. Andan matando perros.
—¿Qué...?
—Hay demasiados perros en la ciudad y las autoridades han ordenado exterminarlos.
—¿Quiere decir que también pueden matar a Bolita?
—No, sólo persiguen a los que no llevan collar. A Bolita no le harán nada.
En ese instante varios hombres llegaron hasta el jardín. Algunos soldados precedían al grupo; detrás de ellos venían cuatro presos encadenados. Dos de ellos esgrimían unos largos ganchos de fierro y los otros dos llevaban unas estacas. Junto a la verja, uno de los condenados ensartó a un perrito, al que arrastró al medio de la calle, donde uno de sus compañeros lo golpeó con su estaca. El pequeño animal emitía angustiosos y punzantes aullidos, mientras los presos reían en forma estridente. Cuando comprobaron que el perro estaba muerto, el hombre desprendió el gancho y miró a todos lados, buscando otra víctima. Bolita no soportó más y se arrojó sobre él. Entonces, repentinamente, me acordé de que andaba sin el collar.
—¡Bolita...! ¡Bolita, ven aquí! —ordené, y dirigiéndome a los presos—: ¡No lo toquen! ¡Yo soy el dueño de ese perro!
La respuesta del individuo fue ensartar el fierro en un muslo de Bolita y soltar una risotada. Mi perro intentó zafarse, pero el preso tiró del gancho, empleando todas sus fuerzas, mientras el de la estaca alzaba su instrumento de muerte.
En ese momento pensé que mi perro no tenía escapatoria, pero sucedió lo inusitado: la piel del muslo se rasgó de arriba a abajo, como una tela cortada por una tijera, y Bolita escapó. Velozmente cruzó el jardín y se metió dentro de la casa. Allí encontró refugio seguro, escondiéndose debajo de mi cama.








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